
Anoche mis brazos mutaron en unas enormes alas blancas, vestidas como si de un traje de terciopelo se tratara, suaves, mullidas...perfectas, imponentes. A la vista parecían pesadas. Eran preciosas, no podía creer que algo tan bonito pudiera formar parte de mí. No hacía más que preguntarme si volar sería como caminar o andar en bicicleta, una vez aprendido jamás se olvida.
¿Debía imitar a los aviones mecánicos, alcanzando una velocidad de 300km/h en una pista de 2km de largo? ¿O simplemente bastaría con aletear fuertemente mis enormes alas? ¿Podría con ellas? Supongo que daba igual, no pensaba en otra cosa más que en intentar alzar el vuelo a pesar de desconocer completamente la táctica. Subí a la barandilla rojiza recien pintada de mi valcón. Hacía frío, mucho frío, y el viento no corría. Parecía estar esperándo a que yo lo agitara. La luna estaba más elegante que nunca vestida de largo. No quería perderme su fiesta, mi traje blanco también merecía ser estrenado. Alce mis alas y me sentí poderosa, me sentí capaz de cualquier cosa y fue entonces cuando doble mis rodillas impulsándome en un buen salto y me dejé caer. Lo hice a lo grande, por supuesto la ocasión, no merecía menos. Agitaba mis alas enérgicamente, sin parar. Cada vez me elevaba más y las casas, ya no eran casas, sino tejados; las farolas, ya no eran farolas, sino un mar de puntos lumínicos y el mundo ya no era mundo porque, literalmente, podía mirarlo por encima del hombro.
¿No es maravilloso?
